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Córdoba: escenario de una ambición

Una noche de agosto del año 1002 moría Almanzor, el ambicioso caudillo hispano-árabe, grande para Córdoba y temido en los reinos cristianos, que asoló en numerosas ocasiones.

Texto por María José Landete

Cualquier personaje de la historia mueve la curiosidad del viajero que trata de recordar los hechos en el lugar que acontecieron. La personalidad de Ibn Abi Amir, que tomaría el nombre de Almanzor, nos conduce a aquellos lugares donde transcurrió su vida y que, a pesar de las centurias transcurridas, permanecen como testigos de un tiempo perdido. Dividiremos este recuerdo al invencible caudillo hispano-árabe en dos partes: primero recorreremos los lugares en los que inició su imparable ascenso, movido por una desmesurada ambición. Visitaremos Córdoba, tantas veces y por tantos descrita, pero única en su amalgama cultural que siempre pide un retorno. Una segunda parte nos aproximará a las tierras en las que acabó su aventura durante su última aceifa por campos de Castilla, cuando los cristianos le inventaron una derrota de imposible existencia en Calatañazor; y donde ciertamente perdió la decisiva batalla contra la enfermedad. Describiremos los pueblos por los que moribundo realizó su postrero viaje, lugares que conservan vestigios de aquellos duros tiempos.

Escribano público

Ibn Abi Amir nació en Torrox, en el 938. Según una biografía apócrifa, su familia, de origen yemení, algo de lo que siempre se sintió orgulloso, había llegado a la península Ibérica con Tariq y disfrutó de una desahogada posición económica, por lo que Ibn Abi Amir pudo ser enviado a Córdoba para formarse intelectualmente. En aquel momento, gobernaba Abd al-Rahman III, bajo cuyo mandato la ciudad se convirtió en califato y alcanzó un enorme desarrollo cultural, ampliado y superado por su hijo Al-Hakam II. Las mezquitas eran numerosas, apenas existía el analfabetismo y se fundó la más afamada biblioteca de la Europa occidental.

Fue en ese ambiente donde Ibn Abi Amir comenzó a abrirse al mundo y a encauzar una naciente ambición. Su primer oficio fue el de escribano público en la Mezquita, destacando pronto por su talento. Pasó a trabajar con el Cadi que, cansado de su indiferencia hacia el trabajo o de su manifiesta ambición, le recomendó para administrar los bienes del hijo menor del califa Al Hakam II, nacido de la unión con la concubina favorita, la “gran princesa” de nombre Subh, una cristiana navarra que había sido llevada a Córdoba. Ibn Abi Amir, hombre gentil y simpático, se ganó la protección de Subh, al parecer amante suya, y comenzó a ocupar cargos excelentemente remunerados: director de la Ceca, tesorero, juez de Sevilla y Niebla, e incluso consiguió salir airoso de una malversación económica. A los 33 años era el hombre más popular de Córdoba y el lujo le rodeaba.

Con la muerte de Al-Hakam II en el año 976, Ibn Abi Amir fue empujado por el Visir a cometer su primer crimen. La víctima fue el hermano pequeño del fallecido califa, con el fin de evitar su ascenso al poder, algo ilógico pues el pobre hombre vivía feliz en su palacio dedicado a la cultura y a los placeres. A partir de entonces compartió el poder con el Visir y se casó con la hija del general Galib, jefe de los ejércitos. Pronto surgieron los recelos y, en el 978, incautó los bienes del Visir y, más tarde, ordenó su muerte. En cuanto al ya octogenario Galib, un liberto nacido en Medinaceli, no pudo evitar la crueldad de su yerno, al que se enfrentó cerca de Atienza. Según las crónicas, el viejo general murió en la batalla, al golpearse violentamente el pecho con el pomo de la silla de montar. En el 981, Ibn Abi Amir era dueño absoluto del poder y tomó el nombre de Al Manssur, “el Victorioso”, Almanzor para la historia. Su popularidad crecía con los éxitos bélicos y procuró mantener alejado del poder al joven califa Hisham, alimentando sus pasiones en el alejado palacio de Madinat al-Zahra.

Simultaneidad de cultos

De aquella Córdoba se conserva la esencia de su esplendor pasado, si bien su atmósfera sería otra. Se asentaba en el núcleo de una primitiva ciudad romana y encerraba tras las murallas numerosas mezquitas, el palacio de los califas, la chancillería, la ceca, los cuarteles, la cárcel, las residencias de los principales y las dependencias para acoger a los numerosos funcionarios. Alrededor de las murallas crecían los suburbios y las munyas o casas de campo de los poderosos. Las aguas del Guadalquivir se cruzaban por el puente romano que allí permanece.

Reconocida casi unánimemente como el monumento más importante de la península, la Mezquita aúna a su valor artístico un incalculable significado cultural y, aunque tantas veces dicho, pocos serán los que puedan olvidar la primera sensación que les produjo su interior, tan cercano como lejano e infinito. Ampliarla y embellecerla fue una constante para los califas que se sucedieron, cuyas modificaciones se encuentran perfectamente documentadas en los textos de los cronistas árabes con una precisión que contrasta con la habitual escasez de datos.

En el año 789, bajo el mandato de Abd al-Rahman I, se determinó la construcción de la Mezquita como consecuencia del constante incremento de la población, para lo que hubo que llegar a un acuerdo con los jefes de la comunidad mozárabe, ya que se situó en el lugar que ocupaba la iglesia de San Vicente, la única que se utilizó simultáneamente para el culto cristiano e islámico, según se acordó en las capitulaciones tras la invasión. Posiblemente esta adaptación y el respeto a la planificación urbanística ya existente contribuyeron a la anómala orientación de la Mezquita, dirigida hacia el sureste y no hacia La Meca.

La organización del edificio se aparta de la de los orientales del mismo período, dejando de manifiesto su originalidad y estética peculiar. Las columnas de mármol fueron traídas de las ruinas romanas, muchas de las cuales pertenecían a Itálica o Mérida, y los capiteles corresponden a diferentes épocas y estilos, desde romanos a visigodos. Durante el mandato de Abd al-Rahman II se acometieron nuevas obras y se rebasó el testero meridional. Se rodeó el patio de departamentos para la oración de las mujeres y se construyó un nuevo mihrab. Abh al-Rahman III ordenó demoler el primitivo alminar para erigir uno de mayor altura. En el año 961, Al-Hakam II convocó a los alarifes más afamados para alargar una vez más la aljama y se enriqueció el portentoso mihrab decorándolo con mosaicos polícromos, obra realizada por artistas griegos llegados de Bizancio. Se la dotó de seis pabellones en forma de cúpula que aportaron luz a su interior, además de decorarla con la suntuosidad y riqueza que despierta la admiración de los visitantes.

Posiblemente, Almanzor soñaría bajo sus arcos y entre las columnas con llegar a ser uno de los hombres más influyentes del califato. Hacia el año 988, aquel sueño era realidad, pues lograba que Córdoba adquiriese su mayor auge político; ordenó entonces una nueva ampliación, que es copia servil de la precedente, sin apenas ninguna aportación, pues repite la riqueza de trazas y talla, aunque la decoración tiene una mayor unidad; resulta algo monótona. Al aumentar y repetir las arquerías se acrecentó la impresión de espacio infinito de su interior. En apenas veinte años la decadencia artística fue considerable, y su causa podría deberse a que Córdoba se había convertido en una sociedad militarizada, ajena a la preocupación por el arte.

Según los biógrafos, cuando Almanzor finalizaba con las obligaciones de gobierno, acudía a las obras para trabajar junto a los cautivos cristianos capturados en sus campañas. Era su modo de acallar las murmuraciones sobre su tibieza en cuestiones religiosas, lo que también le condujo, en un ataque de fervor piadoso, a ordenar la quema de algunas obras de la biblioteca.

En junio de 1236, el rey Fernando III el Santo conquistaba Córdoba, la Mezquita se consagraba como catedral cristiana, recibiendo el nombre de Santa María la Mayor, y entre los conquistadores prevaleció el criterio de conservar el monumento en su primitivo estado. En el siglo XV, un viajero alemán, Münzer, describía la iluminación de su interior, procedente de miles de lámparas de cobre, bronce o plata que, colgadas de los arcos o suspendidas de las naves, alumbraban durante los oficios religiosos. Almanzor había acrecentado la luz con cirios y algunas campanas cristianas procedentes de los saqueos que, en posición invertida, servían como lámparas. Podemos imaginar el valor que esa iluminación artificial aportaría a la decoración de mosaicos azules y oro, a la profusión de materiales, o a las arquerías superpuestas y entrecruzadas, aumentando su belleza.

Las obras de conservación y consolidación permiten que actualmente tengamos una precisa idea de lo que fue. Desde su patio, contemplamos el monumental campanario cristiano que envuelve y oculta el alminar islámico; los siglos hicieron el milagro de armonizar obras tan distantes en el aspecto formal y cronológico.

De palacio a alcázar

Familiar para Almanzor sería el palacio califal, que estuvo unido a la Mezquita por un pasadizo cubierto, el “sabat”. Dentro de sus murallas se agrupaban múltiples edificios, rodeados de patios y jardines, así como el cementerio en el que fueron enterrados los príncipes omeyas.

Según las crónicas, existió un palacio anterior a la época islámica, en cuyo interior se hallaron restos griegos, romanos y godos. Su construcción se sitúa en el año 784, pasando a ser la residencia de los Omeyas hasta la edificación de Madinat al-Zahra. A su primitiva fábrica se le fueron añadiendo dependencias por los sucesivos gobernantes, ya que es conocida la costumbre árabe de que el monarca no ocupe la casa de sus predecesores, construyéndose otra para sí. En algunos capiteles quedó inscrita la fecha y nombre de su constructor. Se desconoce cuál fue su extensión, pues sólo queda el muro exterior norte y parte del de saliente y algunos torreones. El palacio episcopal formaba parte del complejo de los alcázares. Según antiguos textos, sus puertas eran cinco, con determinados fines y simbologías; la llamada de bab al-Adl (de la Justicia) era donde el emir recibía las quejas y reclamaciones a través de una cancela; en la primera mitad del siglo XI desaparecieron la mayoría de ellas o fueron tapiadas. Actualmente sólo permanecen la llamada Puerta de Sevilla, los edificios que fueron transformados por los reyes cristianos y los bellísimos jardines dispuestos en terrazas, una mínima parte de los primitivos, pues son únicamente los que pertenecían al harem.

¿Asentamiento militar?

En el 936, Abd al-Rahman III ordenó la construcción de una residencia en el campo que terminaría siendo un centro de gobierno. Recibió el nombre de Madinat al-Zahra y se hizo a imitación de los complejos de Samarra, en el norte de Bagdad, que, a su vez, habían seguido las costumbres de los sasánidas persas, alejando a la corte del pueblo para mantener el aura de divinidad.

Curiosamente, durante mucho tiempo las ruinas de Madinat al-Zahra fueron tenidas por las del campamento romano de Claudio Marcelo. Después de largas discusiones que llegaron hasta mediados del XIX, se concluyó que pertenecían a la ciudad omeya. A principios del siglo XX, se iniciaron a fondo las labores de excavación y exploraciones posteriores dieron como fruto los diversos sectores plagados de materiales de todo tipo y de estructuras. Desde entonces se trabaja en la recuperación de este rompecabezas que ya permite comprender el porqué asombró a todos aquellos que conocieron su momento de esplendor. Lo actualmente excavado es una décima parte de la extensión total que tuvo.

Madinat al-Zahra está situada a cinco kilómetros de Córdoba. Sus planos fueron elaborados por los arquitectos y geómetras más afamados de la época. Asentada sobre tres plataformas escalonadas, en la más alta se encuentra el palacio del califa; en la intermedia, los jardines, y en la inferior, las viviendas de servidores y funcionarios, así como la Mezquita mayor.

Su construcción precisó de un gran despliegue de alarifes, utilizándose los más bellos materiales. Las columnas de mármol rosa o verde fueron traídas de Africa, las de mármol blanco procedían de las canteras almerienses y las de ónice llegaron de Málaga. Algunas otras procedían de Narbona y Tarragona y parte de ellas fueron obsequio del emperador de Constantinopla. El número de hojas de puerta cubiertas con hierro o bronce fue asombroso. Baste decir que para costear esta magna obra se consumió anualmente un tercio de los impuestos.

Breve existencia

En el 945, el califa se trasladó a la nueva ciudad que, en su corta existencia, recibió la visita de destacados personajes. Incluso algunos acudieron a recibir los tratamientos médicos de los afamados galenos que allí se congregaban; éste fue el caso de la reina Toda de Navarra, quien permaneció una larga temporada con su nieto Sancho I de León, para que le sanaran su obesidad.

Actualmente, el acceso se realiza por la Puerta Norte, iniciando el recorrido por lo que fueron los edificios administrativos, donde se encuentra la “Casa de los Visires”, de escasa decoración, pero con una perfecta armonía de formas; tras estos edificios podemos admirar el “Pórtico”, compuesto por unos bellos arcos de herradura que constituían la fachada de la plaza de armas. Más abajo, se encuentran los restos de la mézquita, que debió ser una belleza de edificio, aunque de reducidas proporciones. Pero lo más impresionante de la visita es el Salón de Abd al-Rahman III, de exuberante decoración y que constituyó casi un símbolo de la urbe; sus tejas estaban resvestidas de oro y plata y sus muros recubiertos de piedras semipreciosas perfectamente bruñidas; en el centro existía un pilón con mercurio que reflejaba los rayos solares emitiendo una luz que asombraba a los visitantes. Jardines, dependencias, habitaciones organizadas en torno a patios permiten hacerse una idea de la vitalidad que debió de desplegarse entre aquellos muros que tan corta vida tuvieron.

El 4 de noviembre de 1010, los bereberes la asaltaron, saquearon e incendiaron. Cuando en 1236, los ejércitos de Fernando el Santo conquistaron Córdoba, lo único que quedaba en pie de Madinat al-Zahra eran unos restos de murallas que alguien denominó “castillo de Córdoba la Vieja”. Las ruinas fueron cedidas a los monjes de San Jerónimo que reutilizaron los materiales para construir un convento a principios del siglo XV, para lo que tambien usaron las piedras de los acueductos subterráneos que conducían las aguas de la sierra. En el siglo XIX, el citado convento de San Jerónimo fue desamortizado, y posteriormente lo compraron unos particulares y no se permite visitarlo.

Centro de poder

Almanzor poseyó varias mansiones a cual más lujosa, como la de Al-Amiriyya, donde mantenía una explotación agraria y de cría de caballos. Al parecer se encontraba en la zona que hoy ocupa el Santuario de la Fuensanta. Pero, sin duda, lo que constituyó su mayor triunfo fue la construcción de Madinat al-Zahira (la ciudad floreciente), símbolo de su poder y erigida a imagen de Madinat al-Zahra. Contenía lujosos palacios, residencias, edificios administrativos, en definitiva una urbe que se convirtió en el centro del poder durante su mandato. Se comenzó en el 980 y en apenas dos años ya estaba concluida, aunque se fue colmando de riquezas a lo largo de su breve existencia. A la muerte de Almanzor, pasó a sus hijos que murieron prematuramente. Tras este período estallaron las convulsiones y revueltas en Córdoba. Ambas residencias fueron saqueadas e incendiadas, su interior se dispersó y su rastro desapareció hasta tal punto, que ha sido imposible localizar con certeza su ubicación en Córdoba. Esas tribus africanas que participaron en el declive de la cultura omeya, sin embargo, fueron los primeros agentes en difundir su grandeza artística, traspasándola a sus tierras africanas y contribuyendo a que las ciudades, sobre todo las del norte, comenzasen a brillar con una luz nueva.

Este hombre que agitó su época, vivió durante ese período en el que las tradiciones artísticas de la Hispania musulmana habían roto con sus esquemas anteriores y se dejaban influenciar por las técnicas bizantinas, imprimiendo al arte del califato una gracia especial y una singularidad única en occidente. Posiblemente, su ambición personal, de la que continuaremos hablando en un próximo trabajo, contribuyó a la decadencia de las artes, pero el mismo no se sustrajo a su encanto y las apreció. Escasos testimonios de su vida cotidiana nos han llegado, como las dos hermosas pilas de mármol, una procedente de Al-Zahira, con una inscripción en la que aparece el nombre de Almanzor y la fecha de ejecución, hacia el 987, se conserva en el Museo Arqueológico de Madrid y otra más sencilla que perteneció a Al-Amiriyya y se encuentra en el museo Arqueológico de Córdoba. Ibn Suhayd, un poeta del siglo XI, lloraba en sus cantos la destrucción de algunos hermosos palacios, entre ellos el de Al-Amiriyya, residencia de Ibn Abi Amir, el invicto caudillo hispano-árabe.

* (En nuestro próximo número, Rutas del arte acompañará a Almanzor en sus últimos días, que discurrieron por tierras sorianas).

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