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Petra: El festival de la piedra

Petra representa un destino inevitable para cualquier viajero, porque funde de forma armoniosa y profunda la roca y el hombre. Es un símbolo del equilibrio entre naturaleza y cultura y de la ausencia de límites entre el dentro y fuera.

Texto por Federico Botella Pombo

Hay muchos viajes posibles a Jordania o, por decir lo mismo de forma diferente, hay muchas razones para visitar Jordania: Podemos hacer un viaje histórico (desde la prehistoria, todas las civilizaciones han ido dejando su huella en estas tierras y, aún hoy, no hay noticiario que no se ocupe de la región), o un viaje religioso (seguiremos la ruta de Moisés y nos encontraremos constantemente con lugares bíblicos y referencias al Antiguo y Nuevo Testamento), o artístico (disfrutaremos de espléndidas piezas en los museos y en las ruinas), ó lúdico-deportivo (bucearemos entre corales en el mar Rojo o recorreremos las impresionantes gargantas de los ríos), o terapéutico (descansaremos y utilizaremos las instalaciones de los balnearios), o antropológico o sociológico o de negocios, etc. Pero, sea cual sea la razón por la que se visita Jordania, nadie deja de visitar Petra desde que, a principios del siglo XIX, Buckhart la descubriera para el mundo occidental.

De los sucesivos nombres que ha ido teniendo, ha conservado su nombre romano (derivado muy directamente del hebreo “Selá”, que significa “Roca”), que la define con precisión, porque, en efecto, en cuanto nos acercamos a Petra nos enfrentamos a un verdadero festival de la piedra.

El Wadi Musa (el “río de Moisés”), un riachuelo del que se dice que nace en la roca que Moisés tocó con su vara para dar de beber a sus sedientos israelitas, ha excavado un portentoso cañón que a lo largo de la historia ha servido de inexpugnable vía de acceso a la ciudad de Petra. Por supuesto, si echamos cuentas, las fechas no cuadran, pero en Petra pronto se deja de echar cuentas.

Los nabateos

Los nabateos eran un pueblo nómada que llegó a estas tierras procedente de la península arábiga, empujado por el expansionismo babilónico. En el desierto se habían dedicado al pastoreo, despreciando la agricultura pero desarrollando una gran habilidad para aprovechar el agua escasa mediante la construcción de cisternas excavadas en las rocas. De esta forma controlaban las rutas de las caravanas entre Arabia y el Mediterráneo y entre Egipto y Mesopotamia. Basaron su prosperidad en el comercio y abastecimiento de las caravanas, así como en los peajes que imponían a las mismas.

En Petra encontraron el lugar ideal para asentarse, y aprovecharon la multitud de cuevas para enterrar a sus muertos y, quizás, para vivir, pero no construyeron casas sino que instalaron en el valle sus tradicionales tiendas de campaña, semejantes a las que aún hoy pueden verse entre los beduinos del desierto. Es decir, que su método de construcción, desde que se instalaron en Petra hacia el siglo III o II antes de Cristo, respeta al máximo y violenta al mínimo la piedra: aprovechan las cuevas existentes, decoran las entradas de forma simple con elementos arquitectónicos tomados de los egipcios o de los griegos u originales, excavan el interior siguiendo la veta de la roca y realzando el espectacular colorido natural…, pero no colocan una piedra donde antes no la hubiera. De manera que su método constructivo se encuentra más cerca de la escultura (uno no puede dejar de pensar en el recientemente fallecido Eduardo Chillida y su proyecto canario) que de la arquitectura, y apreciaremos su pureza de líneas (comparando con la filigrana de los monumentos monolíticos indios) aunque sepamos que la piedra arenisca de Petra no permite otra cosa.

Menos visible que esta arquitectura-escultura, pero más determinante para hacer habitable el territorio, es la ingeniería hidráulica: diques, canales y tuberías excavados en la roca o construidos en cerámica permitían dotar de agua a dos niveles de instalaciones (la ciudad alta y la ciudad baja) y mantener una población de hasta 30.000 habitantes con apenas 150 ml anuales de pluviosidad.

La visita

Al visitar Petra es fácil distinguir seis zonas principales muy diferenciadas entre sí: 1. El Wadi Musa, 2. El Siq, 3. La vía de las fachadas, 4. Las tumbas reales, 5. La Ciudad romana y 6. La subida al Monasterio. Hay otras rutas, más o menos accesibles, pero no suelen incluirse en la visita si no es muy profesional o se pretende extenderla por varios días.

En cuanto cruzamos la portilla de entrada y hemos decidido si queremos hacer la visita andando (lo más recomendable si no se tiene ningún impedimento físico) o en un carro tirado por un caballo, empezamos a dirigir la vista a un lado y otro, hacia las fachadas de las tumbas que van apareciendo. Uno puede acudir a la llamada de estas cuevas, escalar y visitar sus sencillos interiores, a veces con inscripciones y figuras talladas en la roca, o continuar por el camino liso, pero uno no puede dejar de detenerse ante los cubos Djinn: monolitos enormes desgajados de la montaña a la que no dejan de pertenecer; formas cúbicas simples apenas talladas (sobre todo cuando las vemos ahora, después de tanta erosión) que hacen a uno preguntarse por su utilidad escondida. En efecto, si se miran desde arriba, cosa imposible de hacer sin abandonar el camino, se observa en uno de ellos una hendidura que parece hablar de una finalidad funeraria, pero su aspecto es tan impresionante que más parecen hablarnos de una finalidad religiosa o mágica. Otra explicación quiere relacionarlos, por su ubicación, con el agua.

Poco después, se enfrenta uno a la boca del Siq interno: una espectacular garganta de cien metros de alta y kilómetro y medio de larga cuyas paredes se juntan tanto que en algunos lugares no se puede ver el cielo. Es éste un camino que cada uno tiene que hacer, en la medida de lo posible, a su propio ritmo y en silencio, sin medios de locomoción y sin la tiranía ruidosa de un grupo de turistas. A ritmo de paseo uno se detendrá ante una forma caprichosa de la roca o ante una combinación espectacular de colores o ante un rayo de sol (según la hora) que realce una zona, o ante el producto de la mano humana que ha tallado una fachada en la boca de una cueva o un dromedario conducido por un camellero sin cabeza (¿eliminación prematuramente consciente de la individualidad que representan los rasgos faciales?), o ha excavado las conducciones de agua que desvían el curso del Wadi Musa y lo dirigen hacia donde se le necesita (quizás sintamos un estremecimiento al enterarnos de que una rotura del dique nabateo provocó en 1969 la inundación del Siq y la muerte de numerosos turistas). Pero ni el más insensible de los viajeros podrá evitar detenerse en la última curva del Siq, cuando, tras la oscuridad de la salida, aparece con una luz intensa cuyo color depende de la hora del día a que se llegue (a primera hora de la mañana y a última de la tarde adquiere unas tonalidades fabulosas) la magnífica fachada del Khasné, “El Tesoro”. Uno se paraliza tratando de alargar el momento. Desde dentro del desfiladero no se tiene una visión total de la fachada del Tesoro; uno se mueve a izquierda y derecha (lo poco que permite la estrechez del Siq) tratando de recomponer mentalmente la totalidad, pero siempre se sorprende cuando, por fin, avanza y sale a una especie de plaza natural desde la que se pueden observar completas la fachada y la montaña en la que está excavada.

Se trata de una fachada de 40 metros de alta por 28 de ancha, dividida en dos plantas. La planta inferior consta de un pórtico de seis columnas corintias de doce metros y medio de altura que simulan sostener un frontón. En la planta superior, otro frontón, también “sostenido” por seis columnas, está partido y en su centro deja lugar para una urna que es la que probablemente da su nombre de “Tesoro” a todo el edificio, pues se creía que albergaba una gran fortuna y aún se perciben las marcas de los disparos de los beduinos que trataron de romperla a tiros.

Por lo demás, la fachada está adornada de bajorrelieves y frisos esculpidos que le dan un aspecto helenístico con toques originales. La armonía y solidez de la fachada es tal, que el espectador que la mira de cerca tiende a olvidar que no está construida sino esculpida en la roca; al separarse y observarla en su entorno, vuelve a la realidad y aumenta su admiración.

El interior está formado por sencillas estancias de paredes lisas talladas en la roca y cuyo único adorno es la coloración natural de la piedra y algún elemento sencillo (frontones y pilastras) para enmarcar las puertas.

Uno abandona el Khasné, siempre con la intención de volver a otra hora, con otra luz, y sale a un valle un poco más abierto, lo que se denomina el Siq externo, con innumerables bocas de cuevas y fachadas a ambos lados del camino, siempre enmarcadas por las enormes rocas en las que están esculpidas. La distribución de estas tumbas, unidas entre sí por pasajes y escalinatas, ha dado el nombre de “vía de las fachadas” a esta parte de Petra que se remata espléndidamente en el Teatro: una magnífica estructura excavada en la roca en forma de teatro romano, probablemente en la época en que Petra era políticamente independiente aunque culturalmente influida por Roma, y ampliado a su capacidad de diez mil espectadores un siglo más tarde, cuando Trajano se anexionó el reino nabateo. Las tumbas rupestres, perfectamente visibles por encima de las gradas del teatro, nos hablan de la relación de los nabateos con la muerte.

Tumbas reales

Enfrente del teatro comienza el área de las tumbas reales. No existe documentación sobre los personajes enterrados en estas tumbas, no es seguro que fueran reyes, pero a nadie se le ocurre otra explicación a la magnificencia, esplendor y esfuerzo empleados. Se trata de una serie de fachadas monumentales (alguna es aún mayor que la del propio Khasné) en las que se combina la excavación con la construcción, como si se quisiera hacer la fachada más grande de lo que la roca permitía; como cabía esperar, castigo a un pecado parecido al de la torre de Babel, la parte excavada y esculpida ha llegado a nosotros en mejores condiciones que la parte construida. Todas merecen una mirada individualizada y algunas incluso una visita a su interior; “la tumba de la urna” alberga una gran sala de diecinueve metros por diecisiete, por supuesto libre de columnas, cuyas paredes lisas muestran el colorido veteado característico de la piedra y han sido simplemente “peinadas” para realzar su aspecto como de seda. Pero es en la más pequeña de todas, en la tumba de Sextius Florentinus, gobernador de la provincia de Arabia bajo el emperador Adriano, hacia el año 128 d. C., donde no podremos evitar una reflexión sobre la lucha entre el hombre y la naturaleza y cuán incierta es toda victoria humana aunque por algún tiempo parezca definitiva: la fachada clásica ha sido erosionada en algunas partes hasta el punto de permitir aflorar el intenso colorido veteado interior de la piedra; de manera que en un mismo lugar conviven la belleza natural de la entraña del material y la belleza de la forma artística producida por la mano del hombre. Y esto es un buen símbolo del equilibrio entre naturaleza y cultura que experimentamos constantemente en Petra, o de la indefinición entre adentro y afuera.

Siguiendo el curso del Wadi Musa se llega a las ruinas de la ciudad romana construida en el siglo I, bajo la dominación de Trajano y destruida por un terremoto en el siglo VI. Se pueden admirar restos de la vía columnata, de 300 metros de longitud, y de algunos templos prácticamente arrasados, pero si se vuelve la vista atrás se disfrutará de una magnifica perspectiva de las tumbas reales asomadas sobre tanta destrucción.

Cerca de la vía columnata se están rescatando los restos de la iglesia bizantina (probablemente una catedral) también destruida en el terremoto, poco después de su construcción. Se conservan algunos mosaicos de gran valor.

El Deir

Y uno no debe abandonar Petra sin subir al Deir (hay burros que pueden transportar a quien se asuste ante los más de 800 escalones). A medida que se asciende, se va ganando una fenomenal vista lejana sobre las tumbas reales y los valles que se abren entre ellas y nosotros. Si uno se desvía del camino principal, puede encontrar interesantes cuevas con portadas talladas, como el triclinium de los leones, cisternas para recogida del agua que brota de las paredes sin que Moisés haya golpeado con su vara, o vestigios de la presencia cristiana, como una cruz de Caravaca esculpida en un lugar de difícil acceso.

La primera visión del Deir nos recordará la impresionante figura del Tesoro, pero, en cuanto recuperemos el resuello perdido en las escaleras, comenzaremos a notar las diferencias: para empezar, el Deir es apaisado (49 metros de ancho por 39 de alto) mientras que el Khasné es vertical, el Deir no tiene columnas exentas y carece totalmente de decoración helenística. Cuando se mira con calma el Deir, parece como si voluntariamente se hubiera querido suprimir la influencia helenista presente en los demás monumentos de Petra, como si los nabateos, bajo el reinado de Rabel II (rey que en el siglo II d. C. quiso devolver a su pueblo las antiguas glorias, rechazando toda influencia extranjera) hubieran recorrido por sí solos y en tan poco lapso de tiempo el camino desde el Clasicismo al Barroco.

Y al dejar Petra pensamos que, de nuevo, son muchas las razones para su visita; pero no debemos despreciar la visita sin motivo: como si pasáramos por ahí por pura casualidad y nos deleitáramos mirando ese viejo mundo desde este nuevo que nos ha tocado vivir. ¿O no es tan nuevo?

Cómo viajar

Royal Jordanian Airlines tiene vuelos directos a/y desde Aman los martes, miércoles, sábados y domingos.

Otras líneas aéreas vuelan a diario a través de París, Amsterdam o Frankfort.

Los precios, dependiendo de las fechas y las tarifas elegidas, varían desde 360 € a 1.220 €.

En Wadi Mussa hay una amplia oferta hotelera con establecimientos de todas las categorías. Hoteles como el Movenpick (5*) o el Crown Plaza (4*) y otros ofrecen un alto nivel de confort y están a pie de las instalaciones arqueológicas.

Todas las agencias de viaje ofrecen paquetes que suelen incluir un combinado de Jordania y Siria.

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