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Convento de Cristo: El enigma del Temple en Tomar

Las murallas de una vieja fortaleza templaria encierran un compendio de estilos arquitectónicos y un libro en piedra que nos narra la historia del pueblo portugués.

Texto por María José Landete

En el centro de Portugal, entre las cuencas del Mondego y el Tajo, se encuentra la ciudad de Tomar surgida en tiempos de la reconquista y vigilada desde un promontorio, de tortuoso acceso, por la fortaleza de los Caballeros de la Orden del Temple, prácticamente sus fundadores, ya que se instalaron allí en el siglo XII.

Entre las murallas de aquella vieja fortaleza, se encuentra el monasterio o convento de la Orden de Cristo, una inmensa fábrica compendio de estilos arquitectónicos, un libro en piedra que narra la historia del pueblo portugués. Fue declarado patrimonio mundial por la UNESCO en 1982 y para conocer el porqué de su existencia debemos remontarnos unos siglos hacia atrás con el fin de recordar el origen de los caballeros de la Orden del Temple y los acontecimientos que precipitaron su trágico final, un destino que ha ocupado muchas páginas de la historia y de la literatura.

Desde Jerusalén

Un francés llamado Hugo de Payns decidió consagrar su vida a proteger a los peregrinos que acudían a los Santos Lugares, cuyas caravanas eran víctimas de las emboscadas sarracenas. En 1118, hizo sus votos, junto a otros caballeros, ante el patriarca de Jerusalén. El rey Balduino, gobernador de aquellas tierras, les entregó un palacio anejo al Templo de Salomón, donde levantaron sus dependencias, por lo que se les denominó templarios. San Bernardo redactó la regla de la nueva orden. En señal de castidad, vestían hábito blanco, al que, a mediados del siglo XII, el papa Eugenio III añadió la cruz roja como símbolo de su disposición a derramar su sangre por su fe. Hugo de Payns recorrió varios países europeos en solicitud de apoyo entre la realeza, la Santa Sede y la nobleza; gracias a esta ayuda, la orden creció rápidamente, sobre todo en poder, desarrollando una estructura supranacional capaz de controlar las distintas sedes que habían surgido en varios países. En la Península ibérica, colaboraron en la reconquista junto a los estandartes reales. En Portugal, tuvieron una favorable acogida y su primer asentamiento fue precisamente Tomar, donde edificaron un castillo en el siglo XII, del que hablaremos más tarde.

Excelentes administradores concedían préstamos, extendían cartas de crédito, custodiaban las colectas de las cruzadas, los ricos les confiaban su dinero, que quedaba salvaguardado en las inexpugnables fortalezas de la Orden, y los peregrinos les donaban sus bienes. Pronto sus rentas alcanzaron gran importancia, convirtiéndoles prácticamente en un Estado. Era una fuerza social autónoma que poseía el poder económico, la autoridad de la espada y el respeto de la cruz.

Su objetivo fundacional no tenía sentido una vez perdidos los Santos Lugares, a lo que se unió una cierta inactividad en la defensa de San Juan de Acre a finales del siglo XIII. Esto contribuyó a su descrédito y a que surgiera la codicia sobre sus incontables riquezas. Paradójicamente, fue en Francia, tierra natal de su fundador, donde la persecución se cebó más cruelmente. El rey Felipe IV se convirtió en su feroz enemigo, para lo que contó con la connivencia del papa francés Clemente V. Se proyectó una campaña en la que se les acusó de adorar a falsos ídolos, escupir sobre la cruz, sodomía y otros hechos, lo que puso al pueblo en su contra.

En 1307, el rey embargó sus riquezas, los templarios fueron arrestados y sufrieron procesos inquisitoriales. Algunos claudicaron ante la tortura, otros fueron encarcelados e incluso decapitados. Jacobo de Morlay, superior de la Orden, fue encarcelado en el mismo lugar en el que, casi cinco siglos más tarde, lo sería Luis XVI, descendiente del rey Felipe IV. La injusta persecución dejó un profundo resentimiento en ciertos sectores, que perduró a través de los siglos. Algunas crónicas mantienen que el día en que Luis XVI fue guillotinado se escuchó una voz entre la muchedumbre que gritó: “Jacobo de Morlay, hoy has sido vengado”.

Durante el Concilio de Viena, en 1312, la orden fue suprimida. El rey Felipe IV se las ingenió para quedarse con sus posesiones. En otros países, tuvieron mejor suerte, como acaeció en Portugal, donde el rey don Dionis quedó bien con todos, pues aceptó la supresión impuesta por la Santa Sede, a la vez que creaba la denominada Orden de Cristo, a la que se traspasaron los bienes y monjes del Temple que, gracias a la inteligente medida, simplemente cambiaron de uniforme y así escaparon al rigor de las medidas impuestas.

Hace escasas fechas una investigadora descubrió en los archivos vaticanos un pergamino que recogía el proceso al que fueron sometidos y la absolución del Papa. Esto evidencia el convencimiento existente sobre su inocencia pero, en aquel momento, Clemente V sucumbió a las presiones del monarca francés, por lo que el documento se archivó. Siglos después, Napoleón sustrajo los archivos vaticanos cuando entró en Roma y los trasladó a París. Años más tarde, fueron restituidos al Vaticano, aunque algunos se extraviaron.

Modelo oriental

De aquella fortaleza templaria, iniciada en 1160 en Tomar, quedan parte de las murallas, torres, almenas, algunas estancias y el oratorio del templo de los caballeros, un peculiar ejemplo de la arquitectura románica portuguesa integrada en el castillo templario. Esta capilla es de planta poligonal y se inscribe plenamente dentro del estilo que en occidente impuso la Orden del Temple, que seguía los modelos orientales aprendidos en Jerusalén. El núcleo es un octógono de dos cuerpos; en el inferior, se abren arcos de medio punto y en el superior, unos estrechos ventanales al modo romano-bizantino. El camarín está rodeado de una nave de dieciséis lados, cubierta con bóvedas que se acercan al gótico, levantada hacia 1450, casi siglo y medio después de que desaparecieran los templarios, al menos oficialmente. La exuberante decoración mural de estucos, frescos y otros elementos, de comienzos del XVI, le otorgan una extraña atmósfera. En los muros cuelgan varias tablas atribuidas a Regio Jorge Alfonso, ejecutadas entre 1510-1515, que representan escenas de la vida de Cristo. Algunos cuadros se perdieron a principios del XIX, otros llegaron a la Academia de Bellas Artes y, más tarde, fueron restituidos al monasterio.

El recorrido del magno edificio discurre entre numerosos patios y estancias, donde se llega a perder el sentido de su estructura, aparentemente inexplicable, pero que responde a necesarias ampliaciones y que se entrelazan por corredores y salvan los desniveles por incontables escaleras.

Mediterráneos del Atlántico

Los portugueses, conocidos como esos “mediterráneos del Atlántico”, adoptaron descubrimientos tecnológicos como la brújula y el timón. Eran conocedores de la cartografía y poseían importantes astilleros. En el siglo XV, perfeccionaron su gran conquista náutica, la carabela, basándose en naves árabes. Todo ello contribuía a alimentar el interés por lejanas tierras: sus embajadores estaban atentos a todo lo que se gestaba en otros países; en sus puertos, se movían los marinos llegados de alejados lugares y la traducción de las obras de Marco Polo hizo crecer aún más ese deseo de conquista de ignotas tierras. El arte reflejó simbólicamente todo ese mundo, siendo posiblemente en Tomar donde alcanza una brillantez iconográfica inigualable.

Don Enrique “el Navegante”, príncipe portugués impulsor del nuevo auge de este lugar, fue nombrado Gran Maestre de la Orden de Cristo. Gracias a ello, este apasionado de las matemáticas, la náutica o la astronomía, pudo financiar sus viajes y conquistas con las enormes rentas de los monasterios de la Orden. El conjunto de obras pertenecientes a las reformas realizadas en el siglo XV bajo el mandato de este príncipe, son los claustros del Cementerio y el del Lavado, cuya denominación responde con sus destinos.

Iconografía de una aventura

A principios del XVI, bajo el reinado de don Manuel, se acometió el proyecto de ampliar el cuerpo de la iglesia y la sacristía. El encargado fue Diego de Arruda, quien armonizó la arquitectura medieval templaria con la nueva visión del arte manuelino que aquí encuentra una de sus más altas expresiones. Este estilo, bautizado en el siglo XIX por el arqueólogo J. Varnhagem y el arquitecto Mousinho de Albuquerque, se manifestaba por el claro predominio del aspecto decorativo sobre el constructivo.

La iglesia asemeja una nave como aquella de Vasco de Gama, cuando volvía de Oriente trayendo apresada en el casco la flora marina de las Indias. La ornamentación exterior e interior desarrolla la misma simbología: olas, cadenas de calabrotes, sogas anudadas o troncos. Completa la decoración un rosetón compuesto por unos gajos que, según el historiógrafo portugués Reynaldo dos Santos, parecen hincharse como velas sopladas por el viento.

En la fachada de poniente, se encuentra la imagen más reproducida del monasterio; se trata de la famosa ventana que muestra el estilo manuelino próximo a un surrealismo bajo el que late la vocación de ultramar. Una vez más, podemos admirar una ornamentación que recoge una tumultuosa mezcla de motivos marinos: hojas agitadas por las aguas del mar, troncos de corales, flora exótica, sogas anudadas, esferas armillares y, en la base, se adivinan los tentáculos de una raíz de alcornoque.

La portada fue obra de Joâo del Castilho, autor también de los claustros y estancias que se ejecutaron a mediados del siglo XVI bajo el mandato de don Joao III, y que trajo al monasterio el lenguaje renacentista. Las esculturas que adornan la portada se atribuyen a Diego de Castilho.

Desde la iglesia nos adentramos en el Claustro Principal, cuya complejidad de soluciones pertenece a Diego de Torralva, que trabajó a partir de 1554. El arquitecto reinterpretó de manera original las teorías del arquitecto boloñés Sebastián Serlio que tanta influencia tuvo en el siglo XVI e incluso el XVII. La Sala del Capítulo, iniciada por Arruda, fue finalizada por el ya citado Joâo de Castilho. El refectorio se atribuye al arquitecto vasco de la Gorreta, ya que la original bóveda estructurada por nervios reticulados formando casetones es similar a la que realizó para la iglesia de Azpeitia.

Laberinto de patios y formas

Recorriendo sus numerosos patios, nos encontramos con el de Santa Bárbara, el menor de ellos, cuyos arcos se sustentan por gruesas columnas. El conocido como Claustro de la Micha (trozo de pan) debe su denominación a que acogía a los necesitados y en él se abren otras dependencias como la cocina, la despensa o el horno. En el designado como Las Necesarias, se encontraban las letrinas. El claustro de La Hospedería estaba destinado a los huéspedes y desde el mismo se accede al Dormitorio Grande constituido por dos largos corredores a los que se asoman las celdas, revestidos de azulejos del siglo XVII, época próspera de la azulejería portuguesa. En su centro se erigió un altar para uso de quienes por edad o enfermedad no podían acudir a la iglesia. Desde una de sus ventanas se contempla el huerto y la inmensa tapia que cerraba la clausura impuesta en 1529.

En 1581, el convento de la Orden de Cristo fue escenario de una ceremonia fastuosa en la que Felipe II fue jurado rey de Portugal y en su Sala Capitular celebró sus primeras cortes portuguesas. Tras esta estancia del monarca se ejecutaron varias reformas, la más destacable fue el abastecimiento de aguas a través del acueducto que se sitúa a su lado noroeste, iniciado bajo la dirección de Filippo Terzi, colaborador de varias obras encargadas por el rey.

Esta fortaleza, que esconde un laberinto de patios y formas, no deja indiferente al viajero, pues cada ángulo sorprende casi tanto como el enigma del Temple, inspirador de numerosas páginas literarias. Estos muros sugirieron a Umberto Eco incógnitas que trasladó a su obra “El péndulo de Foucault”. No fue menor la admiración que suscitó el estilo manuelino en la literatura romántica del XIX. El poeta Almeida Garret escribió lo siguiente: ”...fue edificado con el oro, los diamantes y las perlas de Oriente y con la no menos rica especiería de estas tierras de maravilla conquistadas por la industria y por el valor de los edificadores (...) se inspiró en cosas portuguesas y fue portugués lo que ejecutó, tan portugués como Os Lusiadas”.

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